miércoles, 10 de junio de 2015

POMPAS... Y CIRCUNSTANCIAS

             
 La realidad existe en mí mientras pueda percibirla.
Algo es real si me condiciona, si me modifica.

Dime el color de tus sueños, háblame de sus sonidos y formas,
que si me conmueven, los haré míos.

L. de la P.

POMPAS… Y CIRCUSTANCIAS

El niño había esperado impaciente que la lluvia se detuviera bajo la promesa que le hiciera su madre: salir al parque a soplar pompas de jabón.
Casi sin brisa y con una humedad agobiante, Nacho y su madre cruzaron el callejón esquivando charcos de agua y barro, con la ilusión intacta.
Ya estaba atardeciendo y entre los nubarrones, aún amenazadores, se colaban los rayos de un sol apapachado y frío que iba tejiendo su magia en ocres, índigo y magenta. El escenario era perfecto.
Cruzaron el puente sobre el canal y llegaron al parque con ánimo renovado. Hasta ese momento el hostil domingo había sido aburrido y desangelado.
Sobre un banco de piedra dispusieron los enceres. La madre cargó la pipa y armó la burbuja inicial, un tanto despatarrada y poco distinguida, a la que le siguieron algunas francamente mejores.
Los ojos de Ignacio destellaron el asombro de inmediato. Un distorsionado mundo de colores se reflejaba en las fugaces burbujas. Una de ellas, bien gorda, arrastró a varias más pequeñas, y enganchadas unas a otras reptaron por el aire como una gran lombriz.
El cielo anaranjado se imprimía en las delgadas paredes de las bombillas de jabón que lograban sobrevivir a las carajadas nerviosas de Nacho y a sus descontrolados manotazos. De a uno en uno se arrimaban los curiosos, grandes y pequeños sumando a la escena un gran bullicio.
Coronando el espectáculo, una perra y su cría chumbaban dando saltos para masticar las burbujas que quedaban a su alcance.
Cada tanto fabulosas pompas lograban captar por unos instantes las siluetas de niños que Ignacio no conocía, no registraba y se negaba a dejarlos soplar. Ojos de asombro y mocos, manos de pegote y ropa sucia. El mundo se empecinaba en existir y se multiplicaba, mostrándose congestionado sobre la superficie de las efímeras burbujas.
Algunas pompas sobrevolaron los arbustos y llegaron tan alto que Ignacio las creyó invencibles.
―¡Mirá mamá! ¡Suben hasta el cielo!
―Pide un deseo que lo pondremos dentro, ―sugirió la madre mientras sonreía y disfrutaba de la alegría y el piberío ― así, si llega alto, bien alto, seguro se te cumplirá.
Ignacio saltó del banco, tomó el soplador y miró a su madre por un escaso segundo; inspiró largo y dejó salir el aire suave y lento pero con firme decisión: una pompa, la más grande y bella de todas, se desprendió dudosa, tímida y pesada, y como ayudada por todas las miradas ascendió resuelta y diferente.
Nadie se movía, ni los revoltosos perritos, ni los más pequeños, ni los árboles que hasta hacía solo unos instantes se habían mecido con una delicada brisa. Ignacio contuvo la respiración mientras se le iba dibujando una enorme sonrisa triunfal.
La milagrosa pompa en un ascenso perezoso ofreció el más bello de los espectáculos.
A través de su delicada piel se podían divisar los distintos grupos de personas y niños que se multiplicaban en diferentes colores, como copias de sí mismos.  Los pequeños saludaban y gritaban a la vez. Algunas caras mostraban una rara preocupación. Los mayores se abrazaban entre sí. Intentaban decir algo pero las voces no llegaban claras. La pompa era cada vez más grande, y en su ascenso empezó a tomar velocidad. Ya no se los oía. El sonido ya no escapaba de las delgadas paredes.
Ignacio y la mamá la siguieron con la vista. La vieron cambiar su rumbo, virar levemente a derecha,  mientras saludaban a los chicos en un viaje deseado, caprichoso y fugaz.

Laura
Mayo de 2015

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martes, 6 de enero de 2015

PALABRAS


PALABRAS

¿Qué significado tienen las palabras escritas? ¿Adquieren el significado que tienen para el que las escribe o el significado que tienen para el que las lee?
Leer una palabra que indica o conlleva una acción asociada, o más aún, una palabra que refiere a una acción que se utiliza para demostrar un sentimiento, ¿cómo debiera leerse? ¿con qué parte del cuerpo debe leerse un "Beso", así, escrito solamente?
¿Leer una palabra transmite su significado? ¿Es importante el significado de una palabra?
Es decir, cuando leemos en una misiva la palabra "Besos" como cierre final, ¿nos refiere inevitablemente al acto de recibir un beso? ¿Al acto de dar un beso? ¿Al acto de ver a otros darse un beso?
¿Qué puede significar leer al final de un mensaje la palabra "Besos"?
Raquel me ha escrito un texto, un mensaje de texto, lo más parecido a un telegrama.
A Raquel no la veo hace… ya ni lo recuerdo. ¿Cuánto hará que Raquel no me ve, no me habla, no la veo, no la siento, no me importa, no me oye? Pero Raquel firma su telegrama con la palabra “Besos”.
Según su definición, un beso sería:
1.  Acción y efecto de besar.
2.  Ademán simbólico de besar.
3. Golpe que se dan las cosas cuando se tropiezan unas con otras.
4. Golpe violento que mutuamente se dan dos personas en la cara o en la cabeza.
¿Tendré que imaginarme los bigotes de Raquel rozándome las mejillas en la acción y el efecto de recibir un beso suyo? Porque, ¿qué edad puede tener Raquel ahora? Seguro tiene bigotes.
¿Tendré que interpretar el efecto simbólico que haría Raquel haciendo la mímica de un beso? ¿Y cómo sería eso? ¿Habrá fruncido su labios mientras escribía la palabra ‘besos’? ¿Habrá rosado su ajada boca con el borde de los dedos de alguna de sus manos al firmar la misiva? ¿De qué acto simbólico me hablan?
¿Habrá Raquel querido que sintiera un golpe como si nos hubiésemos chocado? Tal vez.
Raquel necesitaba recuperar una receta familiar y me envió un ‘telegrama’, perdón, un mensaje de texto.
A esta altura pensarán que me pidió la receta. Pues no. Raquel no me pidió la receta de la Ensalada Rusa.
Raquel me pidió, en su mensaje de texto, ese que firmó con la palabra ‘Besos’, el teléfono de la tía, la dueña de la receta, la creadora de la tradicional y familiar Ensalada Rusa.
A Raquel no le ha ido bien en la cocina, y exóticos platos, como lo es la Ensalada Rusa, siempre se le complicaron. Y ni qué decir del flan con caramelo. Bueno, a eso todavía no se le anima.
Raquel quería la receta de la Ensalada Rusa. Sí, eso, la receta de la Ensalada Rusa. Y me envió un telegrama, perdón, un mensaje de texto. Y firmó con un beso, con sus besos, con su saliva y su aliento por suerte evaporado.
¿Qué hago con el beso que me envió Raquel?

Solo Raquel puede decirnos qué deberíamos interpretar cuando ella firma "Besos".
Creo que le voy a enviar un mensaje para consultarle cómo debo interpretarlo.

Gracias. Besos.

Enero 2015
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viernes, 26 de diciembre de 2014

DOS CUADRAS


DOS CUADRAS... demasiado lejos

El disparo me sobresaltó. Vi el destello del arma. Vi correr a mis amigos.
Estábamos en la calle, en una esquina a un par de cuadras de casa. Lo cierto fue que en la otra esquina, en diagonal a nosotros se produjo un estampido. El arma apuntó hacia mí, en la misma dirección en la que nos encontrábamos nosotros, lo vi con toda claridad, y también vi correr a un sujeto que tal vez fuera el destinatario del plomo. Pude ver todo a la vez, al oficial, el disparo, claramente el arma, a un muchacho que corrió a toda velocidad y a todo el mundo huir en estampida en todas direcciones.
No recuerdo si me tiré al piso o si me caí. Tampoco recuerdo bien cuánto tiempo estuve en la vereda, poco, seguramente. Todo fue muy rápido. Cuando estimé que podía levantarme, lo hice.
No era extraño que todos se hubieran ido. El lugar quedó desierto al instante. No se veía un alma a mi alrededor. El pánico se apoderó de mí y dando un rodeo algo más extenso que si lo hubiera hecho en otra oportunidad, di vueltas a toda la manzana, para no ir en la misma dirección que la policía, y así llegar a mi casa por el otro lado.
Era la hora de la siesta de un día de semana. En el barrio, adormecido, aún se oía el eco del disparo. Pensaba, mientras caminaba,  que mi madre aún no había vuelto del trabajo y que mis hermanos andarían también por ahí con sus amigos. Eso me inquietó tremendamente.
Agudicé mis sentidos en el camino para percibir los sonidos que podían venir de las casas vecinas, y si fuera el caso, enterarme si estarían allí mis hermanos.
Había hecho un buen tramo y seguía sin cruzarme con nadie. Solo vi pasar una ambulancia y dos patrulleros, con las sirenas encendidas. Supe que habían atrapado al susodicho y que no la pasaría nada bien.
No me había dado cuenta antes, tal vez por la conmoción, pero notaba un agudo dolor en el costado izquierdo que bajaba por toda la pierna. Me toqué el punto de la molestia, casi por instinto, y noté que tenía el vestido mojado. Debo haber caído en un charco y el apuro y la situación no me permitió notarlo antes. Pero ahora me dificultaba el paso que, a la fuerza, tuve que aminorar.
Por suerte logré divisar casi al final de la cuadra a una vecina, era la mamá de mi amiga. Le hice señas (no pude recordar el nombre) pero no me vio, llevaba prisa, cruzó la calle, giró en dirección a mi casa y la perdí de vista.
Es común que mi papá venga a almorzar y se tire un rato a descansar antes de volver a salir. Si me apuro un poco tal vez lo vea antes que se vuelva a la fábrica.  ¡Cómo me dolía la pierna!
Al girar en la esquina, ya sobre la cuadra de mi casa veo que está aún estacionado el auto. Me puse contenta. Al menos no voy a estar sola cuando llegue. No sé, pero la pierna me duele mucho y a lo mejor tengamos que ver a un médico.
Tengo que detenerme sobre un zaguán. Ahora no solo me duele la pierna casi insoportablemente, sino que empieza a faltarme el aire. Es tan poco lo que me falta para llegar…
Mientras estoy sentada en el umbral vecino, veo pasar a mis amigos, que van muy apenados y tan apurados que no me prestan atención. Parece que aún no salen del gran susto que se pegaron. Pasan a mi lado, casi corriendo, muy serios. Los quiero llamar, juro que los quise llamar pero no pude. ¿Habrá sido por vergüenza para que no me vieran así? Tal vez.
Me esfuerzo nuevamente, me paro y me dirijo directamente a casa. Es lo único que veo, mi casa a solo dos veredas, infinitas, tremendas.
En la puerta me cuesta entrar. Por alguna razón hay demasiada gente que me dificulta la entrada al pasillo. Nadie se corre. No lo puedo creer. Yo a los tropezones y nadie me da lugar para pasar.
Ya en la entrada del departamento, en el medio del pasillo, veo a mi papá de espaldas que está hablando con su socio, de negocios seguramente. Yo necesito llegar a mi cama, ya podré contarle lo que me pasa apenas se desocupe.
Al pasar por el comedor, puedo ver hacia la cocina que llegó mi mamá y está preparando café. Es raro, en casa no se toma café. No me vio, y yo necesito llegar a mi cama. Apenas me reponga un poco, voy a contarle lo que acaba de suceder. Ahora estoy demasiado cansada.
Al entrar a mi cuarto veo a mis hermanos, qué alegría me dio verlos.
Están de espaldas, muy quietitos al lado de mi cama. Ellos sí me dan paso y me ayudan a quitarme las ropas ensangrentadas, a ponerme la mortaja y a descansar de una buena vez.


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martes, 9 de diciembre de 2014

LA EXPEDICIÓN

Imagen tomada de internet: https://www.flickr.com/photos/rosie_hardy/

LA EXPEDICIÓN

La expedición había salido temprano. El sol, que apenas llegaba a calentar unos pocos grados, se diluía en las sombras en tan solo un par de horas.
La misión llevaba varios meses y ellos muchas salidas juntos, en las que compartían sus miedos y la escasa comida por igual.
Los tesoros de Waskyniyia, perseguidos insistentemente por generaciones enteras, iban pasando a segundo plano. Antes, tendrían que sobrevivir a los vientos que soplaban desde el mismísimo infierno durante insoportables noches encaprichadas con la eternidad.
Marcos, Antonio y Ana habían terminado de armar la tienda de campaña. El cuarto día de ascenso los encontró agotados y hambrientos.
Ana volvió a experimentar otro de sus desoxigenados vahídos que la sumergían en alucinaciones cargadas de asombros y de milagros expuestos.
De pronto seis hombres, cuatro niñas y un curita que estrenaba sotana, la miraban tiesos e inmóviles. Las niñas, todas ellas con sus cabezas calvas, se extasiaron al unísono con la cabellera de Ana, larga y espesa, que ondulaba libre con la brisa cálida que soplaba del este. El curita la ayudó a descender del caballo en el que montaba. Los hombres restantes se acomodaron teatralmente a su alrededor, formando dos cuartos de círculo a cada lado de Ana, a la vez que inclinaban el torso indicando el camino con un gesto ampuloso de sus manos para que ella pasara.
Pero Ana no pudo dar ni un solo paso. Sus sandalias, trenzadas de hierbas duras, se adherían al piso echando fuertes raíces. Se metían en la tierra cuarteada con una velocidad extraordinaria. En algunos segundos cubrieron toda la superficie de un herbaje ocre hasta donde alcanzaban las vistas de todos ellos sumadas.
Las niñas se mostraron desilusionadas y decidieron, las cuatro a un mismo tiempo, sentarse de espaldas a la cruel escena en señal de soberana protesta.
Mientras los hombres consultaban en silencio con el cura, las lágrimas de Ana brotaron incontenibles y abundantes.
Las hierbas se fueron mojando y adquirieron un verde tan intenso y brillante que obligaban a entrecerrar los ojos para adaptarse de a poco a su intensidad.
Para cuando las niñas notaron el fenómeno inusual, ellas mismas se encontraban alcanzadas y mojadas por un fango lechoso y verde que les impedía el movimiento, a la vez que las raíces, ahora sí violentas y descomunales, iban entretejiéndose sobre sus piernas.
Las lágrimas no cesaban y los hombres, desconcertados, fueron quedando atrapados en la telaraña verde y el lodo que se petrificaba casi al instante bajo el sol calcinante.
Ana, tiesa e inmóvil en el centro del dantesco espectáculo, no podía abrir sus ojos.
El curita logró tomar a una de las niñas y a su vez ella a otra, y a otra más, cuando las aguas empezaban a levantar olas inquietantes. La última de las niñas pudo asirse de los cabellos de Ana y empezó a flamear por la fuerza brutal del viento y el oleaje indomable.
La última niña golpeaba el cuerpo de Ana con cada giro del viento.
Oyó su nombre. Oyó que la llamaban mientras la niña le golpeaba el vientre.
Oía voces, muchas voces <<¡Vamos Ana, uno más. Vamos cariño, abre los ojos. ¡Mira, es una niña!>>.
Abrió los ojos y vio a una enfermera que sostenía a una criatura envolviéndola en una manta blanca. Sentía en su vientre un enjambre de niñas por nacer.
El oleaje la sumergía y de nuevo todo era brusco, helado, sombrío. 
Al abrir nuevamente los ojos  vio con desesperación, como la última niña se soltaba de sus cabellos y era arrastrada por la tremenda fuerza del río de lodo y sal que no dejaba de hacer olas gigantescas.
Los hombres, agotados, iban desapareciendo de uno en uno arrastrados por la violencia de los sucesos.
Cuando se secaron las lágrimas de sus ojos, los sonidos se fueron apagando y en su cabeza quedaban los ecos del llanto de las niñas.
Ana nunca se despertó. Murió allí, en la tienda de campaña, empapada en sudor helado delante de sus compañeros que nada pudieron hacer en su auxilio.
Marcos y Antonio enlutaron sus almas y organizaron sus fuerzas para improvisar una cristiana sepultura. Dentro de la bolsa de dormir que cubría el frágil cuerpo de Ana, lo único que se movía eran sus cabellos, los que se desprendían a mechones al solo contacto con el aire. Marcos quiso conservar uno de los rizos y lo dispuso en su relicario con ritual religioso.
Fuera de la tienda, huracanes blancos corporizaban aterradoras imágenes. La nevada se había desatado como bíblica tempestad. En sus cuerpos, Marcos y Antonio sintieron como la sangre los iba lastimando por dentro en su lenta solidificación. Ambos soñaron con Ana. Ambos la abrazaron en la eternidad.
Seis hombres y cuatro niñas avanzaban lentamente por la calle central del pueblo.
Bajo un sol pleno y con protocolar liturgia transportaban un osario con los restos de tres antiguos expedicionarios hallados en recientes excavaciones hechas por el centro antropológico de la ciudad.
En la parroquia, el curita recién designado a Waskyniyia disponía los oficios necesarios para depositarlos en la cripta clerical.
A través de la tapa de vidrio templado, el osario permitía ver algunos huesos y un relicario de bronce en el que dejaba ver un mechón de cabello, un rizo dorado de melena de mujer.

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lunes, 24 de noviembre de 2014

CAMINOS ALTERNATIVOS


Universum, Flammarion, grabado, París (1888); 
versión coloreada de Hugo Heikenwaelder, Viena (1998).
CAMINOS ALTERNATIVOS

Conseguir lo que el corazón anhela,
aunque se tarde,
acaso no hay mayor felicidad.

Siempre quise alejarme, andar, transitar desnudo esos lugares soñados y prometidos por largo tiempo, los que presumía inquietantes.
Traspasar el espejo de la realidad y sumergirme en él, al margen del mundo y del tiempo. Ese tiempo que implacable y silencioso sacudió y franqueó mi espacio absoluto en un eterno para siempre.
El camino recorrido resultó más largo de lo previsto y llegar no ha sido aún una sensación definida.
Tengo la impresión que he olvidado algo en un instante anterior; en ese margen en el que quedé un día, en ese espejo empañado de aquella mañana de marzo en el que te vi por última vez.
Desde el hoy que he construido con la suma de muchos espacios vacíos, siento la imperiosa necesidad de regresar a la imagen del espejo de aquel día. Te veías bella, te veías viva.
Volver sobre mis pasos. Pegar la vuelta. Desandar un camino aún más incierto que el recorrido y llegar al instante de tu muerte.
Una oscuridad densa y profunda me revuelve los sentidos y los pone en alerta.
Puedo sentir la eternidad de este momento, donde todo es mágico y punzante, amargo y bello, en el que aún me encuentro paralizado.
El miedo estimula mis ansias y me coloca en el camino de regreso.
Estoy en viaje mi amor.
Comienzo a oír un silencio único que podría identificar perfectamente entre todos los silencios del mundo. Veo materializarse el tiempo; un tiempo espeso, sofocante y detenido.
Acudiré a ti y llenaré de vida tu lozana muerte.
Concentraré mis sentidos para encontrarte. Desandaré mis pasos, los que alguna vez di para llegar a ser este hombre en el que no me reconozco.
Mi sangre fluye lenta y acompasada; puedo verla, sentirla tibia y espesa.
Estoy andando sobre el camino de regreso, enfrentando mis temores y mis angustias.
Un paso en la oscuridad. Uno más y podré tocar las curvas de mi propia vida.
No puedo aquietar la necesidad imperiosa de encontrarte en el espejo, de llegar y reconocerte bella y mía.
El andar me lleva a navegar sobre los mares de un tiempo embravecido, misterioso, prohibido, volviendo sobre una estela difusa.
Ya puedo sentirte y vuelvo a adorarte.
Empañados por las brumas estelares,  todos los espejos del mundo reflejan tu rostro eterno.
Casi al borde del milagro, veo el costado de tu alma como el mismísimo horizonte. 
Mi mano te roza y siento que tus ojos alcanzan mi mirada.
El vértigo me invade en el mismísimo instante de la muerte.

Amada mía, soy yo, he regresado.


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sábado, 22 de noviembre de 2014

Biblioteca Antonio Devoto - Premiación de ganadores



Ayer, viernes 21 de Noviembre, se entregaron en la Biblioteca Antonio Devoto los premios del segundo concurso literario de la comuna 11.

Es la segunda vez que presento uno de mis relatos a concurso y van dos de dos.  (me la voy a terminar creyendo).

En esta oportunidad PESADILLA se ha llevado los galardones. 


En la misma ceremonia, entregaron el libro ya editado del concurso anterior, así que es de esperar que compilen todo el material premiado y finalmente la editen para la entrega de la tercera versión del concurso, que seguramente será el año que viene. 
Bueno, medio lento, pero algo es algo.


Acá les dejo el link al relato premiado: http://lauradelapena.blogspot.com.ar/2014/03/pesadilla.html

Y por si les da fiaca ir hasta el link lo transcribo:

PESADILLA




Cuando se acercó, se dio cuenta que los perros estaban junto al cadáver.
Observó la escena a varios metros de distancia. Aún estaba agitado por la carrera, y no quería llamar la atención de la jauría. No podía creer lo que veía y estalló en llanto con espasmos incontrolables. Todo su cuerpo lloraba sin consuelo.
Se había despertado muy agitado esa mañana; una pesadilla lo atormentó en el tránsito por el último sueño. Le costó mucho abrir los ojos.
Finalmente pudo saltar del camastro y terminar con el sufrimiento.
Se fue vistiendo al tanteo, aún en sombras, entre el olor a rancio y los ronquidos de su padre. Sus ropas se mezclaban con los cuerpos de sus hermanos que amontonaban sus sueños.
El sol todavía no alumbraba; se lo percibía desteñido y frío.
Miraba todo con los ojos bien abiertos y las pupilas dilatadas. Todavía con la angustia de la pesadilla, intentaba focalizar cada cuerpo a modo de registro y de reconocimiento. Los niños parecían anudarse y entre los trapos y las ropas no lograba identificarlos a todos.
Unos perros ladraron. Su padre dejó de roncar y los niños se movieron en sus colchones. Oyó pasos y corridas en el corredor de la villa. Unos tiros dispersos. Los perros desaforados, que no dejaban de ladrar, tropezaban entre ellos al pasar por delante de la casa.
Se calzó las zapatillas sin atarlas, y salió con la sensación intacta que tuvo al despertarse: MIEDO.
Por delante de él pasaron tres pibes; los conocía de vista y algunos escuetos saludos. Corrían y vociferaban palabras incomprensibles.
Sin saber por qué, él también empezó a correr y se sumó al grupo de muchachos tratando de comprender qué era lo que estaba pasando.
A la carrera le pasaron un chumbo y le avisaron que estaba cargado; que disparara apenas viera pasar a la mina; que los había robado, que había que bajarla antes que siguiera. Que se abriera a la izquierda, que ellos lo harían a la derecha. Que tuviera mucho cuidado, era peligrosa.
–¡Dale flaco, metele caño!
Apenas dobló en la esquina, agudizó los sentidos. El miedo le hacía escuchar hasta los aleteos de las moscas. No pensaba. Trataba de hacerlo, pero no lograba hilvanar sus pensamientos; solo obtenía visiones fotográficas: su pesadilla, el olor de la pieza, sus hermanos durmiendo, los ronquidos del padre…
Se detuvo para atarse las zapatillas.
En la semioscuridad divisó una figura que atravesaba el callejón siguiente. Los perros y los demás se oían por el otro lado.
Se lanzó a la carreta y cobró velocidad, se acercó a la esquina, se cubrió, y disparó a la distancia.
Seguro de haberle dado, escuchó el alarido de la joven y enseguida oyó acercarse a los demás junto a los perros ladrando. Estaba yendo al lugar cuando lo atajaron los otros y le dijeron que no lo haga, que se vaya a su casa lo más pronto posible, que se guarde por un tiempo.
Así lo hizo. Tiró el arma en el zanjón y volvió como una flecha a la pieza. Lo recibió su padre, desesperado porque no encontraban a su hermana. El día ya estaba clareando.
No haciendo caso a las terribles sospechas que albergaba en su mente, calmó a su padre y salió a la carrera nuevamente.
Cuando se acercó, se dio cuenta que los perros estaban junto al cadáver, el cadáver de su hermana.


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miércoles, 8 de octubre de 2014

LA LOCA DE AMOR




LA LOCA DE AMOR

En memoria de Rebeca Méndez Jiménez

En el muelle se escuchan los rumores del viento, se te pega la sal en la cara y las olas forman dibujos endemoniadamente bellos.  Los hilos dorados del atardecer se cuelan por los ojos, te atraviesan y te obligan a echar raíces. Es mágico, pero corres riesgo de no querer irte nunca más.

Llegué al muelle atraída por una leyenda, la de Rebeca, la loca de amor.
Dicen que Rebeca esperó por más de cuarenta años a su amor, vestida de novia, porque le había prometido que a su regreso se casarían.
Unos dicen que un tal Manuel, embarcó cuatro días antes de la fecha del prometido casamiento y zozobró en alta mar. Que ella lo esperó cada día vestida de novia en la punta del muelle para que él la reconociera al regresar. Que Rebeca fue perdiendo el juicio, lentamente.

Otros, en cambio, tienen por conocida otra historia:

― ¿Laus, estás ahí? ―susurró Rebeca mientras asomaba de entre las sábanas revueltas sus muslos morenos y su ensortijada cabellera algo encanecida.
―Sí, mujer, ― contestó Ladislao― estoy ensobrando los aretes y terminando los preparativos para llevar la mercadería al puesto. ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer? Pues debo ir a la venta en la plaza para conseguir los dineros. A ver si logras recomponerte hoy. Hazme el favor y salte de la cama de una vez.
―Ya, corazón. Dime, ¿nos casaremos pronto?
―Nos casaremos, claro que nos casaremos. Espérame aquí, que pronto nos casaremos―prometió una vez más Ladislao.
Rebeca sostuvo la mirada perdida por algunas horas, sin salir de la cama, imaginando una vez más cómo sería ese tan ansiado día.
Había deseado por años oír esa frase. Y cada día la escuchaba como si fuera la primera vez. Cada vez que Ladislao repetía su promesa, los ojitos de Rebeca brillaban y sonreía con todo el cuerpo.
Amaba a sus hijos, pero ya casi no recordaba sus rostros. Llego a San Blas, dejándolos pequeñitos al cuidado de la abuela, en busca de trabajo y sustento. Les había prometido padre y padre les llevaría. ¿Estará grande mi Blanquita? Ha de ser ya toda una señorita… ¿Qué edad tendrán ya mis pequeñitos? Desalmados con mami que no me vienen a ver. Mami prontito irá y les va a llevar regalos y dulces para todos… y un papito. Sí, sí señor. Y papito nos va a querer a todos. A todos, toditos.
Dicen que había llegado hacía ya unos años, desde Guadalajara.
Cuando Ladislao la encontró, estaba sentada en la punta del muelle, con su bolsita, extasiada con el mar y repitiendo <<ya viene mi amor… mi amor mañana va a venir en barco>>.
Ladislao, Laus como ella lo llamaba, era un apuesto surfeador devenido en vendedor de chucherías y contrabandista de poca monta. Su casa, sobre el mismo muelle, era el único lugar que Rebeca aceptó vivir. Solo tenía consigo un vestido de novia, arrugado y viejo en su bolsita, y una mala foto de sus hijos aún pequeños.
Con el tiempo, Rebeca empezó a mostrar sus canas, y a enamorarse perdidamente de Ladislao. Cuando el salía a vender, era frecuente verla atravesar las calles en dirección a la iglesia, vestida de novia,  diciendo <<ahora sí, ya me dijo Laus que lo esperara en la iglesia con mi traje de novia porque ahora sí nos vamos a casar>>.
Dime Laus, ¿me quieres? ¿cuánto me quieres? Cuando nos casemos quiero traer a los niños. Me haría muy feliz que pudiéramos traer a los niños.
Cuentan los parroquianos que un mal día Ladislao no volvió de su habitual venta callejera. Un automóvil lo había atropellado y a los pocos días falleció en Tepic, una ciudad cercana. Rebeca lo esperó, como siempre, con su vestido de novia, sentada en el muelle, con los pies colgando hacia el mar, lista para ir a la iglesia.
Con el correr de los días, urgida por el hambre y en su afán de encontrarse con Laus, Rebeca salió a vender primero sus chucherías y luego dulces para los niños, que tanto le recordaban a los suyos. Alternaba el muelle con el malecón, entre dádivas, promesas y burlas de todo tipo.
<<No, no. Yo le dije que con le esperaría con este vestido y lo voy a esperar con este vestido, por si él vuelve, para que no se fuera a equivocar>>.
Nadie pudo sacarla de la casilla en la que se transformó el hogar de Ladislao. Nadie pudo entablar otra charla con ella que no fuera la eterna espera de su amor.
Las vueltas de la vida quisieron que su hija Blanca la encontrara, con la mente perdida y sin ninguna posibilidad de reconocerla, cuando habían pasado ya casi 40 años que había salido a buscar amor y un padre para ellos.
Dicen que Rebeca no falleció en el muelle, sino muy lejos de su eterno lugar. Murió de amor y de locura.

Hoy, al caminar por estas piedras y asomarme al bravío mar, veo que la espuma de las olas dibuja caprichosamente contornos femeninos. El sonido de las olas en retroceso suena como tal vez lo hubiera hecho la risa de Rebeca. Cada ola rompiendo en el malecón trae consigo la voz de Ladislao con la promesa eterna de casamiento. En el horizonte, las nubes dan una danza lenta y ceremonial invitando al amor y a la dicha perpetua.

Dan ganas de quedarse eternamente, aquí, en el muelle de San Blas.

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