La realidad existe en mí mientras
pueda percibirla.
Algo es real si me condiciona, si me
modifica.
Dime el color de tus sueños, háblame
de sus sonidos y formas,
que si me conmueven, los haré míos.
L. de la P.
POMPAS… Y CIRCUSTANCIAS
El niño había esperado impaciente que la lluvia se detuviera bajo la
promesa que le hiciera su madre: salir al parque a soplar pompas de jabón.
Casi sin brisa y con una humedad agobiante, Nacho y su madre cruzaron el
callejón esquivando charcos de agua y barro, con la ilusión intacta.
Ya estaba atardeciendo y entre los nubarrones, aún amenazadores, se
colaban los rayos de un sol apapachado y frío que iba tejiendo su magia en
ocres, índigo y magenta. El escenario era perfecto.
Cruzaron el puente sobre el canal y llegaron al parque con ánimo
renovado. Hasta ese momento el hostil domingo había sido aburrido y desangelado.
Sobre un banco de piedra dispusieron los enceres. La madre cargó la pipa
y armó la burbuja inicial, un tanto despatarrada y poco distinguida, a la que le
siguieron algunas francamente mejores.
Los ojos de Ignacio destellaron el asombro de inmediato. Un
distorsionado mundo de colores se reflejaba en las fugaces burbujas. Una de
ellas, bien gorda, arrastró a varias más pequeñas, y enganchadas unas a otras
reptaron por el aire como una gran lombriz.
El cielo anaranjado se imprimía en las delgadas paredes de las bombillas
de jabón que lograban sobrevivir a las carajadas nerviosas de Nacho y a sus
descontrolados manotazos. De a uno en uno se arrimaban los curiosos, grandes y
pequeños sumando a la escena un gran bullicio.
Coronando el espectáculo, una perra y su cría chumbaban dando saltos
para masticar las burbujas que quedaban a su alcance.
Cada tanto fabulosas pompas lograban captar por unos instantes las
siluetas de niños que Ignacio no conocía, no registraba y se negaba a dejarlos
soplar. Ojos de asombro y mocos, manos de pegote y ropa sucia. El mundo se
empecinaba en existir y se multiplicaba, mostrándose congestionado sobre la
superficie de las efímeras burbujas.
Algunas pompas sobrevolaron los arbustos y llegaron tan alto que Ignacio
las creyó invencibles.
―¡Mirá mamá! ¡Suben hasta el cielo!
―Pide un deseo que lo pondremos dentro, ―sugirió la madre mientras
sonreía y disfrutaba de la alegría y el piberío ― así, si llega alto, bien
alto, seguro se te cumplirá.
Ignacio saltó del banco, tomó el soplador y miró a su madre por un
escaso segundo; inspiró largo y dejó salir el aire suave y lento pero con firme
decisión: una pompa, la más grande y bella de todas, se desprendió dudosa,
tímida y pesada, y como ayudada por todas las miradas ascendió resuelta y
diferente.
Nadie se movía, ni los revoltosos perritos, ni los más pequeños, ni los
árboles que hasta hacía solo unos instantes se habían mecido con una delicada
brisa. Ignacio contuvo la respiración mientras se le iba dibujando una enorme
sonrisa triunfal.
La milagrosa pompa en un ascenso perezoso ofreció el más bello de los
espectáculos.
A través de su delicada piel se podían divisar los distintos grupos de
personas y niños que se multiplicaban en diferentes colores, como copias de sí
mismos. Los pequeños saludaban y
gritaban a la vez. Algunas caras mostraban una rara preocupación. Los mayores
se abrazaban entre sí. Intentaban decir algo pero las voces no llegaban claras.
La pompa era cada vez más grande, y en su ascenso empezó a tomar velocidad. Ya
no se los oía. El sonido ya no escapaba de las delgadas paredes.
Ignacio y la mamá la siguieron con la vista. La vieron cambiar su rumbo,
virar levemente a derecha, mientras
saludaban a los chicos en un viaje deseado, caprichoso y fugaz.
Laura
Mayo de 2015
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